𝗦𝗔𝗥𝗔 𝗕𝗔𝗔𝗥𝗧𝗠𝗔𝗡, 𝗟𝗔 𝗧𝗥𝗔𝗚𝗜𝗖𝗔 𝗛𝗜𝗦𝗧𝗢𝗥𝗜𝗔 𝗗𝗘 𝗨𝗡𝗔 𝗠𝗨𝗝𝗘𝗥 𝗔𝗙𝗥𝗜𝗖𝗔𝗡𝗔
Sara Baartman fue exhibida en una jaula y obligada a prostituirse. Para el cirujano de Napoleón, era el eslabón perdido. Horror sin límites.
La multitud se agolpaba en el callejón. La tarde recién arrancaba en Piccadilly Circus. Todos peleaban por entrar al Egyptian Hall. Es que por sólo dos chelines tendrían la posibilidad de ver la mejor atracción que ofrecía Londres en aquel 1810.
Sobre el escenario, Sara Baartman estaba prácticamente desnuda. Hombres, mujeres, niños, todos la miraban. Algunos con sorpresa, otros con deseo; nadie con indiferencia. La mostraban de manera obscena y cruel como un fenómeno primitivo, como a una persona tan extraña como dolorosamente inferior.
Quienes pagaban un poco más, también tenían derecho a tocarla; a manosear sin límite las pronunciadas curvas de sus nalgas; a sentir cómo era su piel. Como si fuese diferente de cualquier otra piel.
La vida de Sara estuvo marcada desde su inicio no sólo por injusticias sino, también, por paradojas. La primera es que nació en 1789. Sí, el año de la Revolución Francesa, esa que impuso las ideas de igualdad, libertad y fraternidad en el mundo. Pero no en su mundo.
Ella nació en el río Gamtoos -hoy conocido como Cabo Oriental, una provincia de Sudáfrica- en el seno de la tribu de pastoreo khoikhoi. Su madre murió cuando ella tenía dos años; su padre, un tiempo después.
Apenas alcanzó la adolescencia, se casó con un joven que tocaba los tambores. Tuvo un hijo que murió poco tiempo después de nacer. Cuando apenas cumplió 16 años, colonos holandeses asesinaron a su marido.
En ese momento, Sara fue vendida a Pieter Willem Cezar, un comerciante que se la llevó a Ciudad del Cabo. Él fue quien la bautizó “Saartjie”, el diminutivo holandés de Sara, la maltrató y la esclavizó obligándola a cumplir arduos trabajos domésticos.
Pero esto no era, ni por asomo, lo peor que le pasaría en su vida.
Octubre de 1810. Sara, que es ese momento tenía 21 años, conoció a William Dunlop, un cirujano inglés, en la casa de “su dueño”. El hombre, que viajaba a bordo de un buque británico, era amigo de Hendrik, el hermano de Pieter.
Siendo analfabeta -provenía de una tradición cultural que no poseía escritura sino que se basaba en la oralidad para registrar su historia-, el 29 de octubre de ese mismo año, habría firmado un contrato en el que se comprometía a viajar a Inglaterra junto a los dos hombres.
La idea, siempre sostuvieron ellos, era que la joven trabajara como empleada doméstica y los fines de semana fuese exhibida como parte de diferentes exposiciones. De acuerdo al convenio, recibiría una parte de las ganancias que obtuviera en los shows y cinco años después -hacia 1816- se le permitiría regresar a Sudáfrica.
Y allá fueron, juntos los tres hacia Gran Bretaña. El horror estaba por comenzar.
El grupo vivía en cómoda casa de Duke Street, en St. James, la parte más elegante de aquel Londres de principios del siglo XIX. Allí estaban Sara, Hendrik, Dunlop y dos niños africanos, probablemente traídos ilegalmente también desde Ciudad del Cabo.
El Egyptian Hall de Piccadilly Circus fue el lugar elegido para exhibir a Sara. En una época en la que esa calle rebozaba de rarezas como “el hombre más feo” o “la mayor deformidad mundial”, la apuesta debía ser fuerte para tener éxito.
Dunlop la mostró como si fuera un extraordinario fenómeno de la naturaleza. Adentro de una jaula, su cuerpo estaba semidesnudo, apenas cubierto con una ajustada prenda del color de su piel con algunas cuentas y unas burdas plumas.
A ella, con su mirada entre triste y asustada, la pusieron ahí, a disposición de cualquiera que hubiese comprado la entrada.
En un mundo de animales exóticos, enanos y hombres esqueleto, a Sara la presentaban como el límite entre la civilización y la barbarie. Durante el show, la hacían fumar pipa y acatar las órdenes de Dunlop como si fuera una mascota.
Los hombres ricos que pagaban (bastante) más por la entrada, también “adquirían” la posibilidad de tocarla. Sus nalgas, abundantes y curvilíneas, eran lo que más les interesaba en días en los que los traseros grandes se habían convertido en inefable objeto de deseo.
Ella, natural, sin volados ni vestidos que abultaran la zona, tenía lo que las mujeres anhelaban y los hombres buscaban. Frente a todos, los glúteos de Sara eran manoseados y examinados burdamente hasta el más mínimo detalle.
Pero lejos del exotismo extraordinario que se les adjudicaba, tanto sus imponentes nalgas como la hipertrofia excepcional de los labios de su vulva eran rasgos propios de su etnia.
Y algo muy alejado del fenómeno freak que Dunlop y compañía buscaron imponer y que una sociedad ávida de sentirse superior consumió a destajo.
La “Sara manía” se apoderó de la ciudad. Su nombre estaba en las conversaciones de la alta sociedad; su espectáculo se convirtió rápidamente en el favorito de las masas; dibujos y caricaturas cubrían páginas y portadas de periódicos.
Así nació la “Venus Hotentote”, un término –hoy despectivo- que usaban los holandeses para llamar a los Khoikhoi.
En 1807, el gobierno inglés había prohibido el tráfico de esclavos; y aunque no lo había hecho aún con la esclavitud, esta ya estaba siendo muy mal vista entre algunos grupos. Tanto así, que la humillación y explotación a la que Dunlop y Cezar exponían a Sara llamó la atención del movimiento antiesclavista y generó cuestionamientos y protestas.
El activista Robert Wedderburn inició una campaña para liberarla y prohibir el detestable espectáculo que habían montado a su alrededor. El caso logró llegar a los tribunales y ambos hombres ocuparon el banquillo de los acusados. Sin embargo, nada se pudo demostrar y los acusados fueron exonerados.
Sucede que en el juicio mostraron el contrato que supuestamente había firmado la joven. Además, ella misma declaró que no se sentía maltratada. Eso sí, obligaron Dunlop a respetar el acuerdo y darle a Sarah parte de los beneficios que le correspondían. Algo que nunca se cumplió.
La publicidad que tuvo el caso judicial, al contrario de lo que se buscaba, incrementó la popularidad del show en la capital inglesa. Luego, una vez que pasó el furor y las protuberancias de Sara dejaron de levantar pasiones, el grupo realizó una gira y recorrió ferias por toda Gran Bretaña e, incluso, Irlanda.
En 1814, envuelto en presiones antiesclavistas y la baja del interés en el espectáculo, Cezar viajó con Saartjie a París. Allí, junto a él, volvió a convertirse en una exótica “celebridad”, tomaba tragos en el Café de París y participaba en fiestas de la alta sociedad.
Sin embargo, el hombre decidió regresar a Sudáfrica y Sara fue vendida a otro explotador al que se conocía como Reaux. Su nombre real era Jean Riaux y era entrenador de animales.
Junto a él, la joven pasó meses de horror y extremo sometimiento. A veces era exhibida en una jaula junto a una cría de rinoceronte. En el número que representaban, él daba órdenes de levantarse y sentarse y los dos lo hacían al mismo tiempo.
Otras veces, la exponía prácticamente desnuda para que los visitantes la manosearan y bailaran con ella en situaciones que en muchos casos la llevaban a la prostitución.
La humillación de Sara era absoluta, la situación degradante. Ella no paraba de beber y fumar para poder sufrir un poco menos. Pero en la Ciudad Luz a nadie parecía llamarle la atención tan monstruosa violencia.
Al contrario. La joven fue, también, víctima del racismo científico. El naturalista Georges Cuvier, el cirujano de Napoleón, quedó tan fascinado con ella que pidió “quedársela” y utilizó su poder para conseguirlo.
En 1815, un grupo de anatomistas, fisiólogos y zoologos comenzaron a estudiar su cuerpo. Sin límites, y en nombre de la ciencia, la obligaban a desnudarse completamente, algo a lo que ella se negaba por una cuestión cultural. Es que aún después de tantas vejaciones, nunca había estado desnuda por completo.
La miraron, la analizaron, la pintaron. Investigaron sus órganos femeninos como objeto de macabro interés y connotación sexual.
Y la conclusión a la que llegó Cuvier fue que Sara era un vínculo entre los animales y los seres humanos. Una vez más se enfatizaba el estereotipo racista que consideraba a los africanos como una raza inferior.
En 1816, a los 26 años de edad, Sara Baartman falleció en París. Los médicos alegaron que fue a causa de “una enfermedad inflamatoria y eruptiva”. En realidad, nunca se supo si fue por neumonía, sífilis o alcoholismo.
Como si fuera poco todo lo que la joven sufrió en vida, continuó siendo vejada aún después de muerta. Cuvier hizo un modelo de yeso de su cuerpo antes de disecarlo.
Además, preservó su esqueleto y colocó su cerebro y sus órganos genitales en frascos que, de manera patética, permanecieron expuestos en el Museo del Hombre de París hasta 1974. Sí, 1974.
En 1994, luego de haber sido elegido como presidente de Sudáfrica, Nelson Mandela solicitó la repatriación de los restos de Sara y el modelo de yeso que había hecho Cuvier.
El proceso demandó tiempo; ocho años. En 2002, el gobierno francés permitió que sus restos regresaran a su país natal. El 9 de agosto de ese año fue enterrada en una colina Hankey, con una maravillosa vista del río Gamtoos, el lugar que la vio nacer.
Finalmente, Sara descansa en paz.